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miércoles, 15 de febrero de 2012

¿Pública o Privada?


¿Público o privado?

Cuando un amigo me comentó, si yo podía escribir algo sobre la escuela privada o pública. Escribir, de lo que en sí, se dice de escribir, yo no tengo ni idea, pero hablar de mi experiencia personal con respecto a la misma, algo sé. Será por eso que siempre se dice sobre los viejos; un refrán muy antiguo: Sabe más el sabio por viejo, que por sabio.

Mi experiencia se basa en relatarles, a los que aún puedan mantener la memoria (histórica o no) medianamente bien y tengan casi mi misma edad, lo que en aquellos tiempos se entendía por Colegio público o Colegio privado.

Colegio público, era el que había. No existía otro. Sin embargo, una cosa que en aquellos tiempos no le dábamos importancia, era en el orden en el que se impartían las mencionadas clases y, no solo en la privada, sino también en la pública. Consistía en favorecer más a los aventajados, que al resto de la clase. Hoy con el paso del tiempo, las formas en ese sentido, han cambiado, por lo menos en la Enseñanza pública.

En lo referente al privado, solo se podía optar, (como en mi caso) a unas clases particulares, que nos daba un magnífico profesor llamado, Don Fernando. Dichas clases las impartía en su misma casa y, de las cuales aún recuerdo unas magníficas experiencias. Las matemáticas. Su fuerte eran los problemas y lo bien que los tenía organizados, según fuese el nivel de cada alumno.

Mi comentario a esta forma mía de ver las dos partes de un todo, como se diría en alguna u otra clase, que por el hecho de la memoria, no me acuerdo cual… es porque cuando yo tuve a mis hijos, hace 34 años, opté por llevarlos a la Escuela pública, aún pudiendo costearles la privada. Fue por eso precisamente, por afianzar mi opinión sobre la misma. Hoy día, la mayor es Profesora de Educación Infantil y el menor, Biólogo y Osteópata.

En la Escuela Pública de ahora y con este dato quiero referirme a la Escuela Pública que empezó tras la dictadura, fue donde empezaron de verdad los cambios con respecto a la prioridad en los alumnos menos capacitados intelectualmente. El cambio fue radical, antes se primaba a los mejores y en la otra parte del todo, referido anteriormente, se estimula y se anima más si cabe, al menos capacitado.

Toda esta parafernalia mía particular no es otra, que el llevarles de algún modo,(como alguna vez se dice en el argot futbolero) a mi terreno.

En mi época de estudiante, me cogía de lleno una de esas partes (la mejor) yo siempre estaba en los primeros puestos de la clase, que hasta en eso, hubo cambio. Hoy día, los niños están “arrebujaos”, como dirían en mi pueblo. Los que saben más con los que saben menos.

Tengo el conocimiento suficiente para poder decir, que en la Escuela privada, de hoy (ojalá no sean todas) aún conservan el Antiguo Régimen. Según me comento un sobrino el otro día, al hablarle yo sobre este tema. Dice que su hija, se tuvo que quitar del Colegio Privado, (Religioso, sito en San Juan de Aznalfarache, por más señas) en el que estaba, precisamente, por eso, por el poco estímulo que la niña recibía. Dicha niña, que con el cambio a un Instituto Público, mejoró considerablemente y hoy día, tiene ganas de seguir estudiando, lo que antes no tenía, al considerase inferior al resto de compañeros.

Pues bien, en mi caso, al ser uno de los “privilegiados” y estar en el último curso, allá por la década de los sesenta, llegó al Colegio la noticia, que por parte del Gobierno, había la posibilidad de estudiar una carrera, costeada por el mismo, siempre que se cumpliesen unos requisitos. Teníamos que ser los primeros de la clase, para poder tener el derecho de examinarnos en Sevilla. El lugar del examen era en uno de aquellos Pabellones situados en la Avenida de la Palmera y que fueron construidos para la Exposición Universal del año 1929.

Al examen tuvimos el privilegio de asistir varios niños y una niña. En principio, creíamos que éramos cuatro, contando a la niña. Sin embargo, al llegar al “lugar de los hechos”, (como se dría antiguamente, en el periódico El Caso, que por aquel entonces existía) nos encontramos que el número de aspirantes había aumentado, ya no éramos cuatro, éramos cinco.

En aquel momento con la ilusión que llevábamos y los nervios a flor de piel, no nos percatamos de la importancia que podría traer, la incorporación de un compañero más al examen.

Dicha importancia se la dimos, cuando tras más de una semana esperando el resultado, para saber quién de nosotros tenía la suerte de poder estudiar (en mi caso, medicina),con la Beca. Nos echaron el “jarrón del agua fría”, que hasta en verano cae mal. La Beca, según el Gobierno, le había tocado, al niño que habían incorporado en el último momento. ¿Se imaginan como nos sentimos, después de todo un año de esfuerzo e ilusiones frustradas?. ¿Y para que sirvió?. Por suerte o por desgracia para este niño, (que dicho sea de paso, no tenía, ni tuvo culpa ninguna),no le sirvió  para nada, solo le duró la epopeya, dos o tres meses. El pobre no supo, o no pudo, o no le gustaban los estudios. El caso es, que la Beca se perdió y, de que los cuatro que en origen fuimos al “dichoso examen”, sólo pudo estudiar, la niña y porque su padre se lo costeó.

Con el paso del tiempo he llegado a la conclusión, de que quizás, lo de la supuesta Beca, fue un engaño, no solo para nosotros, sino inclusive para este niño y su padre, por el cual se la otorgaron. A sabiendas de que no llegaría a ningún fin. Pienso que al final de todo, fuimos engañados todos.

Quiero destacar que afortunadamente, los cambios efectuados en su día sobre la Enseñanza Pública. Nos da el derecho a los mayores (como yo), a una segunda oportunidad, no sólo ya con los casi 30 años de Colegio de Adultos, sino también la opción, de poder estudiar en el Programa de Mayores de 55 años, a través de la UPO, Universidad Pablo de Olavide, llamado Aula Abierta, a la cual tengo la suerte de pertenecer. Y que éste año terminamos los tres años. Pudiendo hacer si quisiera un posgrado de otros tres años más.

Nota.- Este escrito fue leido en el Acto, que ayer tuvo lugar en las SETAS de Sevilla, "Enamorados de la Pública",con motivo de realzar la enseñanza pública, a través del Movimiento, 15M.

sábado, 4 de febrero de 2012

¿Quién puede reformar legítimamente una Constitución democrática?

Si se lo preguntáramos a los revolucionarios liberales que a finales del siglo XVIII utilizaron el concepto de Constitución democrática para poner punto y final al absolutismo monárquico y sentar las bases del fin del Antiguo Régimen, no habría duda: la Constitución puede ser reformada democráticamente sólo por el pueblo. Pero en nuestros días, a la vista está, la cosa no parece estar tan clara.
En efecto, el constitucionalismo democrático surge históricamente en el revolucionario intento de hacer posible lo que parecía imposible: limitar el poder público, organizándolo, y legitimarlo democráticamente. Límite al poder (constitucionalismo) y democracia habían sido, hasta el momento, dos conceptos antitéticos fundamentados en que, por un lado, el papel legitimador de la democracia no admite en su sustancia límites; estos límites, en caso de existir, serían impuestos por terceros, por lo cual se negaría la mayor (la decisión democrática). Pero, por otro lado, paralelamente a la consolidación del Estado moderno había aparecido una corriente de pensamiento, que sería denominada constitucionalista, que planteaba la necesidad de establecer límites al poder político para garantizar los derechos de los ciudadanos.

¿Cómo resolver esta supuesta contradicción entre poder absoluto -democrático- y poder limitado -constitucional-?

Los revolucionarios liberales, reconociendo por un lado la necesidad de usar el argumento democrático como mecanismo de cambio de la legitimidad precedente y, al mismo tiempo, entendiendo la importancia de un poder habitualmente limitado, crearon el paradigma de legitimidad del poder limitado del gobierno fundamentada en el poder absoluto del pueblo.
Al poder sin límites y en su naturaleza puramente democrático lo llamaron poder constituyente, y se estableció que sólo correspondía a ese sujeto colectivo integrado denominado pueblo; al poder limitado e indirectamente democrático -por cuanto está legitimado por el anterior-le pusieron el nombre de poder constituido, un poder plenamente a expensas del poder constituyente, que lo legitima. A la norma legitimada por el poder constituyente y organizadora (y, por lo tanto, limitadora) del poder constituido se le llamó Constitución. El constitucionalismo democrático no implica otra cosa que la existencia de un poder constituido y, por lo tanto, una Constitución, fruto del poder constituyente; esto es, un gobierno legitimado democráticamente por el pueblo soberano.
Esta argumentación, que podría desarrollarse en los primeros quince minutos de cualquier curso de Derecho Constitucional, incluido los que debió impartir el presidente Rodríguez Zapatero durante su época académica, lamentablemente ha caído -parafraseando a Kipling- en manos retorcidas para ser convertida en una trampa para necios.
Resulta que la Constitución de 1978 ya no es sólo el fruto del poder constituyente; es ya, sobre todo, la voluntad del poder constituido.
Parece que el pueblo tiene poco o nada que decir respecto la norma que legitima todo el poder político organizado; lean si no el Título X de la Constitución española y entiendan lo que no puede entenderse de ninguna otra manera: que el pueblo, que debía ser la fuente de legitimidad de la Constitución, no puede iniciar un procedimiento de reforma, ni decidir sobre la mayor parte de las modificaciones; de hecho, ni siquiera -argüirán los legalistas- puede cambiarla si no es con la previa aprobación de amplias mayorías en el parlamento.
La Constitución ya no es revolucionaria; ahora es simplemente una norma superior que representa la voluntad de las mayorías parlamentarias.
No crean que es una cualidad exclusiva de la Constitución de 1978; la mayor parte de las constituciones europeas mantienen ese concepto, aparecido durante el liberalismo conservador decimonónico, de poder de reforma o poder constituyente constituido -toda una contradicción en los términos-. Este supuesto poder se basa en una hipotética delegación al parlamento, por parte del pueblo soberano, de su capacidad para reformar la Constitución; un imposible teórico que, por desgracia, ha sido común en la práctica. De esa forma, son las mayorías parlamentarias, sin participación directa del pueblo, las que toman decisiones sobre la norma que debía ser fruto de la soberanía popular.
Fin del constitucionalismo democrático, victoria de la democracia limitada. De hecho, a las reformas constitucionales les gusta las vacaciones y el mes de agosto; vean si no cuándo se produjo la anterior y, hasta el momento, única modificación de la Constitución española, en 1992.
Pero el poder constituyente constituido, aunque cumple su papel en el campo de la legalidad, no lo hace en el de la legitimidad. Cualquier modificación de la Constitución por parte de un órgano que no es el poder constituyente, aunque sea legal -también autoritarismos y fascismos se han fundamentado en la legalidad- no es otra cosa que la apropiación de la soberanía popular por un órgano ajeno al pueblo; es decir, el fin del constitucionalismo democrático. El inicio de otra cosa, diferente, pero que niega en esencia que la Constitución es la voluntad del pueblo. Es decir, niega las bases de nuestras democracias constitucionales.

¿Quién puede, pues, legítimamente reformar una Constitución democrática?

Si la Constitución no es otra cosa que la voluntad del poder constituyente, la respuesta a esta pregunta, desde el constitucionalismo democrático, no puede ser otra: sólo el pueblo puede modificar legítimamente su Constitución. Lo contrario es negar la naturaleza de la legitimidad del sistema democrático en el que creemos vivir. Si la Constitución queda en manos de otras personas -gobiernos, mayorías en los parlamentos, reyes.-podremos hablar de otra legitimidad del poder político, de democracias más o menos limitadas, de decisiones mayor o menormente acordadas. pero nunca de constitucionalismo democrático.
El problema del constitucionalismo democrático, como de cualquier otra herramienta de emancipación, es que precisa de un grado alto de madurez y voluntad de las sociedades que lo activan. No en vano el poder constituyente es ilimitado y absoluto. Ese grado de madurez, desde luego, no es el que parece haber en la mayor parte de Europa en estos lúgubres momentos, cuando la coyuntura nos impide ver más allá de nuestras narices. Todos tendremos que preguntarnos en qué hemos fallado para que los principales partidos políticos se atrevan a negociar un texto constitucional, cualquiera que sea su contenido, sin la más mínima referencia al referéndum; de igual manera que todos tendremos que preguntarnos por qué el 15M no se ha dado cuenta de que cualquier cambio democrático profundo debe pasar por la activación del poder constituyente democrático, por una nueva Constitución elaborada por una asamblea constituyente. Porque, ya que hablamos de reforma de la Constitución, «Democracia real ya» no debería ser otra cosa, en estos momentos, que «Asamblea Constituyente ya».


Rubén Martinez Dalmau
Profesor titular de Derecho Constitucional
Universidad de Valencia